Hay
personas así, opinadores profesionales, mentes obcecadas en el “yo tengo la
razón y tú te equivocas”. Son perfiles con el ego muy grande y una empatía muy
pequeña, especialistas en alzar disputas continuas, artesanos habilidosos en
desestabilizar la armonía de todo contexto.
Querer
tener razón y demostrar que estamos en lo cierto es algo que a todos nos
satisface, no podemos negarlo. Es un refuerzo para la autoestima y un modo de
reequilibrar nuestras disonancias cognitivas. Ahora bien, la mayoría de
nosotros entendemos que hay límites, sabemos que es vital aplicar actitudes
constructivas, una visión humilde y un corazón empático capaz de apreciar y
respetar los enfoques ajenos.
“Una creencia es algo
a lo que te aferras porque crees que es verdad”
-Deepak Chopra-
Sin
embargo, uno de los grandes males de la humanidad sigue siendo esa insufrible
necesidad por tener siempre la razón. “Mi verdad es la única verdad y la tuya
no vale” enarbola el palacio mental de muchas personas e incluso de ciertos
organismos, grupos políticos o países que gustan de vendernos sus idearios como
panfletos moralizantes.
Ahora
bien, más allá de ver estos hechos como algo aislado o anecdótico, debemos
tomar conciencia de que es algo serio. Porque quien se obsesiona en tener
siempre la razón acaba sufriendo dos efectos secundarios implacables: el
aislamiento y la pérdida de la salud. Debemos ser capaces de conectarnos a los
demás, de ser sensibles, respetuosos y hábiles a la hora de crear entornos más
armónicos.
Dos
hombres en un barco: la historia de la ceguera, el miedo y el orgullo
Thich
Nhat Hanh, también conocido como “Thay” (“maestro” en vietnamita) es maestro
zen, poeta y un gran activista por la paz. Cuenta con más de 100 libros publicados
y fue propuesto para el premio Nobel de la Paz por Martin Luther King.
Entre
las muchas historias que el maestro Thay nos suele dejar, hay una que nos da un
buen ejemplo sobre la insufrible necesidad del ser humano por tener la razón.
El relato se inicia en una mañana cualquiera en una región de Vietnam. Era la
década de los años 60 y el contexto bélico se extendía en todas aquellas
tierras antes tranquilas, serenas y marcadas por las rutinas de su gente.
Ese
día dos viejos pescadores navegaban río arriba cuando de pronto, avistaron una
embarcación que se dirigía a ellos río abajo. Uno de los ancianos quiso remar
hacia la orilla pensando que en ese barco iba el enemigo. El otro anciano,
empezó a gritar a viva voz alzando su remo convencido de que era un pescador
incauto y poco hábil.
Los
dos pescadores empezaron a discutir entre sí como niños en un patio de colegio,
hasta que segundos después, la embarcación que iba río a bajo los embistió de
pleno lanzándolos al agua. Los ancianos se cogieron a los restos de madera
flotantes descubriendo que el otro barco iba vacío. Ninguno de los dos tenía
razón. El auténtico enemigo estaba en sus mentes, en unas mentes demasiado
obcecadas y en unos ojos que ya no contaban con la agudeza visual de antaño.
Las
creencias son nuestras posesiones
Las
personas somos auténticas máquinas de creencias. Las interiorizamos y las
asumimos como programas mentales que nos repetimos una y otra vez a modo de
letanía, hasta procesarlas como una propiedad, como un objeto que debe ser
defendido a capa y espada. De hecho, nuestro ego es todo un mosaico de variadas
y férreas creencias, esas por las que más de uno no duda perder a los amigos
con tal de llevar siempre la razón.
“Recortas y moldeas tu
cabello y siempre te olvidas de recortar tu ego”
-Albert Einstein-
Por
otro lado, es conveniente recordar que todos tenemos pleno derecho a tener
nuestras propias opiniones, nuestras verdades y nuestras predilecciones, esas
que hemos descubierto con el tiempo y que tanto nos identifican y definen. Sin
embargo, cuidado, porque ninguna de estas dimensiones deben “secuestrarnos”
hasta el punto de arrojarnos a ese calabozo de “mi verdad es la única verdad
que cuenta”.
Hay
quien vive inmerso en un diálogo interior que a modo de mantra, le repite una y
otra vez que sus creencias son las mejores, que sus enfoques son inamovibles y
que su verdad es un lucero de sabiduría inviolable. Pensar de este modo les
arroja a tener que ir por la vida buscando personas y situaciones que validen
sus creencias, y las “verdades” de esos mundos atómicos y restringidos donde
nada debe ser cuestionado.
Las consecuencias de
vivir con este tipo de enfoque mental suelen ser serias y casi irremediables.
La
desesperante necesidad de tener siempre la razón y sus consecuencias
El
mundo no es en blanco y negro. La vida y las personas encuentran su máxima
belleza y expresión en la diversidad, en los enfoques variados, en los
distintas perspectivas de pensamiento ante los cuales, ser siempre receptivos
para aprender, crecer y avanzar.
“El regalo más hermoso
que podemos darle a otra persona es nuestra atención”
–Thich Nhat Hanh-
Apegarnos
al pensamiento único y en la imposición de una verdad universal es ir en contra
de la esencia de la humanidad, e incluso del propio ejercicio de la libertad
individual. No es lícito, no es lógico y tampoco es sano. James C. Coyne,
escritor, psicólogo y profesor emérito de la escuela de psiquiatría en
Universidad de Pennsylvania afirma que la necesidad de tener siempre la razón
es un mal moderno capaz de afectar a nuestra salud física y emocional.
Según
un estudio llevado a cabo en la Universidad de Bradford (Reino Unido), cerca
del 60% de personas con este tipo de perfil, sufre úlceras, altos niveles de
estrés y relaciones disfuncionales con la familia. Además, y por si no fuera
bastante, son personas que alteran la convivencia de todo entorno en el que se
mueven.
Para
concluir, algo que todos sabemos es que nuestro a día a día es como un fluir
donde se entrecruzan varias y complejas corrientes. Todos vamos en nuestros
propios barcos, bien río arriba o bien río abajo. En lugar de obcecarnos en
mantener siempre una misma dirección, aprendamos a alzar la vista para no
chocar los unos con los otros.
Permitamos
el paso, creemos un mar de mentes capaces de conectarse las unas con las otras
para fluir en libertad y en armonía. Al fin y al cabo todos buscamos un mismo
destino, que no es otro que la felicidad. Así que construyámoslo poniendo como
base el respeto, la empatía y un sentido auténtico de convivencia.
FUENTE:lamenteesmaravillosa
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